Por Martha Isabel “Pati” Ruiz Corzo

La vida simple.

Qué valores tan escondidos tiene para nuestra sociedad moderna. Todo lo que encierran los pequeños placeres: la contemplación de una noche estrellada o de un día lluvioso, la neblina pasando entre las ramas de los árboles en el silencio profundo del bosque, los variados verdes del reino vegetal, o los rugosos cuerpos de los árboles. Todo se conjuga en un diseño al que no le cabe más belleza, todo entreverado de una gran sabiduría, tejido por un Creador de donde surge la vida misma.

Han llegado a mi mesa deliciosos frutos de la hortaliza, brillando de bien alimentados por la generosidad bendita del suelo, que disfruto con la vista, el olfato y el sabor, todo bien guisado con mucho ajo y amor, presintiendo en todos ellos cuánto amor hay hilvanado en todas las formas de vida, el prodigio de la naturaleza donde los milagros se suceden a cada momento, regenerándose continuamente, dadivosa, sabrosa, prodigiosa y de cuantas más formas podríamos calificar el maravilloso tapiz de la creación. Me encanta prepararlos y disfrutarlos con mis queridos invitados.

Si, bien dicho por el Papa Francisco que es pecado dañar la Creación, cuando todos tenemos el mismo Padre, una fraternidad que hemos acosado, mercantilizado y casi agotado, llevándonos en nuestra desmedida ambición ese patrimonio, legado de nuestros hijos, un tapiz con grandes hoyos hechos por nuestro modo de vida, acarreando desgracia para todos, derrochando un tesoro que no nos pertenece y cuyas consecuencias tendremos que pagar.

Ojalá nuestra sociedad se hubiera desarrollado con valores diferentes, austeros, de frugalidad y autosuficiencia, donde el bien común fuera la medida, y la ambición fuera dar y dar lo mejor de uno mismo, no solo dinero, sino nuestros talentos, y la capacidad de amar se expandiera por el ejercicio cotidiano, entendiendo mejor las leyes de la vida, y donde la recompensa se acumulara en un profundo gusto por la vida, aquí y ahora. Otro sería el mundo y nuestra sociedad no hubiera llegado a esta antropofagia, a tanta mezquindad y tanto acumular, donde somos capaces de producir tanto dolor, de destrozar tantas formas de vida, de crear un valle de lágrimas, un desierto espiritual. Existen caminos no recorridos, formas de vida más felices.

Deberíamos atrevernos a dejar el engaño, a ejercer la libertad de ser nosotros mismos, a dejar de lado el estereotipo del hombre moderno, tan conseguido, tan refinado por el sistema. A ser uno mismo, no una fachada o una máscara, sino una entidad individual, volviendo a lo natural, encontrando nuestro origen, dejando atrás el destierro en el que se vive.