Huffington Post Hoy es mi cumpleaños y he decidido pasarlo alejada de la civilización, con unas polainas que me protegen de la eventual picadura de una víbora de cascabel y lista para una caminata de más de cuatro horas por un bosque casi virgen.
Estoy en la reserva natural privada número uno del Grupo Ecológico Sierra Gorda (GESG), organización civil que lleva 28 años luchando por la conservación del medio ambiente en el tercio norte del estado de Querétaro. Sin su intervención, todo apunta a que hace ya tiempo que este bosque hubiera sido arrasado por madereros.
Para llegar a las faldas de la reserva hay que viajar alrededor de una hora por carretera asfaltada, continuar por una brecha de terracería en la que sólo entran coches 4×4, y seguir a pie. Tan sólo el inicio de la expedición es una pequeña aventura en sí misma.
Roberto Pedraza, jefe del Programa de Tierras para la Conservación del GESG, será mi guía en esta jornada.
Pese a que le resta importancia al hecho de tener que llevar polainas -me cuenta que las víboras están más activas en julio y agosto, y ahora estamos en mayo-, es la primera vez que me muevo por un bosque con una protección así. Avanzo tras él con cierta intranquilidad pero, al mismo tiempo, deseosa de que se cruce ante nosotros una serpiente lista para presumir su lengua y cascabel, y luego continuar impasible su camino.
Sin embargo, no hemos venido a ver reptiles, sino a instalar cámaras trampa. Con ellas se pretende registrar la presencia de pumas, jaguares y ocelotes, entre otras muchas especies que habitan en bosques de niebla bien conservados, como éste.
Comienza el ascenso y, a medida que avanzamos, reconozco orquídeas, cactáceas con flores rosadas que penden de algunos árboles, bromelias, helechos y flores carnívoras de color morado. Sin embargo, desconozco el resto de especies que me rodea. Mi guía, en cambio, conoce este lugar como la palma de su mano.
El camino está muy tupido y él se abre paso con el machete. Le pregunto por qué respeta algunas ramas que se cruzan en nuestro camino y en seguida responde “están en peligro de extinción”. Abro así la veda a que me diga los nombres científicos de las especies que indulta porque están amenazadas, así como su lugar de procedencia: Ostrya virginiana, Carpinus caroliniana y Tilia mexicana, procedentes de Estados Unidos; aguacates silvestres característicos de los bosques de niebla mexicanos…
A medida que él se convierte en una enciclopedia andante, yo olvido casi todo lo que me dice. Soy incapaz de retener los latinajos que me dispara, pero en el afán de memorizar algo, el fantasma de la cascabel pasa a un segundo plano en mi lista de preocupaciones.
Mientras buscamos las señales de la presencia de los gatos, como llaman en la sierra a los felinos, paramos para admirar una orquídea especial: es la primera que Roberto vio con flor en este bosque. Me pregunto cómo puede saber en qué lugar exacto de este laberinto hay algo, ya sea una flor o un árbol donde habitan las salamandras. “Son mis viejas conocidas, mis protegidas”, me dice sin necesidad de que yo formule la pregunta en alto.
Para cuando llegamos a un lugar donde el camino está casi cerrado por completo, ya no me sorprende que él sepa leer las señales, imperceptibles para mí, que dejó para guiarse en visitas pasadas. Una muesca en un árbol o una piedra con una determinada forma son suficientes para saber que ahora hay que girar a la izquierda.
De pronto, el primer signo: en la corteza de un árbol muerto que atraviesa el camino se dibujan lo que bien podrían ser las garras de un felino. Apenas cinco minutos después, nos topamos con la marca de sus garras excavadas en la tierra. La probabilidad de encontrar a un puma o un jaguar frente a frente bajísima, pero la piel se me enchina de solo pensarlo.
Queda un tercio del camino para llegar a uno de los límites de la reserva y colocar estratégicamente las tres cámaras trampa que, tres semanas después, recogeremos en busca de resultados. Si hay suerte, los obtendremos. Pero no siempre es así.
Allá donde el viento da la vuelta
“La última subida y llegamos”, dice mi guía para animarme. Minutos después, el aire comienza a soplar y la densidad de musgos y líquenes que cuelgan de los árboles se vuelve impresionante. “Si los duendes y las hadas existen, seguro que viven aquí”, pienso.
Es un paisaje de cuento, casi irreal. La belleza es tal que aquí las fotos y los comentarios están de más. Giro sobre mí 360 grados e intento captar todo lo que veo. Después, cierro los ojos y trato de reproducirlo en mi cabeza. Al abrirlos, un bosque repleto de cedros, encinas y magnolias gigantes me devuelve la mirada. No es un sueño, este lugar es real y no le cabe una gota más de belleza.
Antes de instalar cada cámara, Roberto corta a ras de suelo las plantas del área hasta donde alcanza el sensor. De esta forma, la probabilidad de obtener una buena foto si llega un felino aumenta, pues no habrá elementos que se crucen entre el gato y la lente.
De bajada, mientras como fresas silvestres y fotografío helechos de formas imposibles, doy gracias por el privilegio de haber podido visitar este lugar.
Una espera casi eterna
Han pasado 26 días y estamos de regreso en este santuario de vida silvestre. Las cámaras que instalamos hace un poco más de tres semanas no son de última generación, por lo que no podremos ver si han captado alguna imagen o vídeo hasta que no estemos frente a una computadora.
Quizás por ello ascendemos, sin darnos cuenta, más rápido que la vez anterior. Queremos volver a la ciudad para saber qué sucedió en nuestra ausencia.
Apenas comenzamos a subir, todo parece indicar que no estamos solos. En esta ocasión encontramos hasta ocho huellas y marcas de garras en los troncos que atraviesan el camino. Pero la mejor señal de todas es la que, incluso a un guía experto, le produce verdadera emoción: la orina fresca de un felino.
Roberto se agacha, huele el orín y asegura “el animal ha pasado hace muy pocas horas por aquí”.
Aunque en esta ocasión no hay tiempo para las fotos, el lugar sigue provocándome la misma sensación que la primera vez. Me siento envuelta en magia, inmersa en un hechizo del bosque.
De regreso en las oficinas del Grupo Ecológico Sierra Gorda, cansados, sudados y hambrientos, nos sentamos impacientes frente a la computadora.
Abrimos primero la cámara que tomó video y… ahí está. El trasero de un precioso puma avanza por el sendero que, cinco horas después, nosotros recorrimos. Si hubiéramos ido un día antes a quitar las cámaras no hubiéramos encontrado nada. Fue hoy, a las cuatro de la madrugada, cuando el animal visitó la reserva. Ningún guión de película podría haberlo preparado mejor.
El vídeo también ha captado a un venado temazate que, días antes, pasó de noche por ese mismo punto. Las otras dos cámaras, programadas para hacer fotos, esconden una sorpresa más: el lomo regordete y grisáceo de un pecarí de collar, la especie de jabalí de esta zona de México, que seis días antes estuvo en el lugar.
El hallazgo se convierte en una fiesta. Estos son los signos más claros e indiscutibles de que la conservación se consigue eliminando la huella humana de los lugares silvestres. Sólo así la fauna salvaje puede retomar lo que las personas le arrebataron: su hogar.
Afirmar esto significa reconocer que incluso nosotros y nuestras cámaras trampa somos intrusos en esta maravilla natural. Llegados a este punto es donde se genera el debate entre los más radicales, que defienden que ninguna excepción es posible, y los que apuntan que una presencia mínima, controlada y con fines exclusivos de supervisión y control, es necesaria.
Para una curiosa como yo es más sencillo comulgar con la segunda postura, en la que de algún modo tengo cabida en ese pedazo de cielo verde. Sin embargo, me digo a mí misma que, la próxima vez que acuda a un lugar así, trataré de pasar aún más desapercibida. Porque, en realidad, sé que en la casa del puma no tiene cabida el hombre.
Por Esther Díaz Fuente: